jueves, 29 de diciembre de 2011

NOCHE DE PAZ






La Nochebuena está muy bien cuando todavía no falta nadie, cuando eres niño o adolescente, cuando estás deseando que se acabe la cena para salir a ver a tus amigos y pasártelo de miedo. Cuando te importa un pimiento que tu madre se haya pasado la noche trufando un pollo o cociendo cebollitas dulces. Cuando llega el tío lleno de regalos y dice que es papá Noel. Porque ese olor a turrón de Jijona, ese sabor a sopa de almendras, esos adornos que tu no has puesto, y ese mantel de hilo que tu madre planchará, te dejarán una huella imborrable.
Y es posible que ya nunca olvides el olor de la Nochebuena, y que el primer villancico del año te trasporte al olimpo .

Pero los años pasan, y de pronto, casi sin darte cuenta, como de la noche a la mañana, la madre serás tú, y también la que trufará el pollo, y la que se matará comprando adornos y regalos. Porque no solo querrás que la Nochebuena siga siendo la de entonces, sino que también querrás que tus hijos recuerden tu recuerdo, y sean tan felices como lo fuiste tú aquellos días.
Pero lo que no sabrás hasta entonces es que tu madre no había sido tan feliz como habías pensado, que cuando ya todos os habíais marchado a ver a vuestros amigos, a dormir la mona, o a lo que fuese, ella se había quedado fregando los platos y recogiendo los restos con una congoja terrible, y recordando todos los malos rollos que se habían creado en el aperitivo, y en los langostinos, y en el pollo trufado.
Y tú ahora, mientras recojas los restos de la cena, recordarás que el tío Sebastián, tan alegre él y tan dicharachero, el mismo que habrá tenido la gran idea de traer regalos para todos, se habrá pasado la noche soltando a tu padre que mira tú por donde nuestros padres te pagaron a ti una carrera y a mí no. Y la tía Pepa que ya se habrá achispado un poquito, habrá ironizado con lo pija que siempre fuiste. Y es que en ese momento, ante la fuente del salmón ahumado con cebollitas dulces y el Rivera del Duero, el tío Sebastián habrá olvidado por completo que no le pagaron una carrera porque siempre fue un zopenco y lo demuestra Nochebuena tras Nochebuena, y la tía Pepa que es una zafia impresentable. Pero eso ya no importará porque tú lo que percibirás es la tensión que se ha creado en la mesa. Y servirás el cava para quitar hierro al asunto. Pero tu hija te recriminará indignada que le has puesto a Gustavo dos langostinos más que a ella porque siempre fue tu preferido. Y un poco después, tu hijo Pedro dirá que no piensa abrir los regalos porque le parece una tontería, y que total cada uno sabe lo que le ha traído su amigo invisible porque para eso se han escrito cartas. Y así, a golpe de brindis y de puñaladas traperas transcurrirá la noche que ya no parecerá tan “buena” ni tan llena de “paz” ni de “amor”.
La prima Almudena se levantará con un polvorón en la mano porque han llamado a timbre y será su novio, que vendrá a recogerla. Y a ese saludo del novio de Almudena seguirá la despedida de todos, que aprovecharan para largarse cada uno a lo suyo llevándose ese recuerdo a Nochebuena y a Trufado.
Será entonces, en ese mismo instante, cuando tu marido recriminará la cara tan larga con la que has pasado la noche, hija, que parecías en un funeral. Notarás que todavía no has digerido el pollo, ni los langostinos y que quedan burbujas de cava en tu nariz .
Un poco antes de acostarte buscarás tu cuaderno de notas y escribirás en la N de “Nochebuena” una reseña para no olvidar la nochecita que te han hecho pasar entre todos. Escribirás con letra gótica que es el último año que lo celebras, y que el próximo, te largarás a Panamá o a Cabo verde con el primer macizo que encuentres.
Pero lo malo es que cuando lo abras por la N de Nochebuena, descubrirás que ese propósito ya lo habías hecho el año anterior, y el otro, y el otro. Así que aprovecharás que tienes el cuaderno abierto por la N para copiar la receta de “Naranjitas a la sidra” para la próxima Nochebuena, que seguro que los hace a todos la mar de felices.

jueves, 22 de diciembre de 2011

CUESTIÓN DE MARKETING







Cuando veo la foto en el periódico de un exultante padre que para conseguir una muñeca Monster high, hace cola desde las seis de la mañana, que alza orgulloso su trofeo como si hubiera conseguido el santo grial para su retoño, sin pararse a pensar que le va a durar a su hija menos que el tiempo que él se mantuvo en espera.
Cuando observo las colas inmensas que se forman día tras día desde principios de diciembre para comprar un décimo de doña Manolita, sin pararse a pensar que el porcentaje de que les toque es tan mínimo, que si de un cáncer se tratara dormirían a pierna suelta.
Cuando veo coreanos llorar hasta la extenuación por la muerte de alguien que no es de su familia, ni comparte su mesa, a quien ni siquiera conocen íntimamente.
Cuando me entero de que para comprar un libro de Harry Potter, se duerme en la calle. Igual que para dar el último adiós a cualquier artista o famoso. Me pregunto ¿Y yo de dónde vengo? ¿De qué guindo caí? ¿Por qué no asciendo en cuerpo y alma, y dejo este mundo que no es el mío?
Desde que me siento tan a desmano he estudiado mucha sociología, y psicología, he aprendido que se trata de un proceso algo complicado. Primero se crea la necesidad, después la Monster high, después la hija peñazo, y por último el padre solícito. Todo responde a un armazón finamente elaborado que se llama marketing, con el que yo no trago por alguna extraña desviación de mi gen borreguil.
La explicación es que al ochenta y cinco por ciento de la población no le gusta pensar. Que se les hace muy cuesta arriba, vaya. Si le dicen que hay una cola se ponen y luego preguntan.
Los estudios sociológicos dicen que es una suerte que a la mayoría de la gente no les guste plantearse las cosas porque de no ser así, haríamos demasiadas preguntas y esto sería un caos ingobernable. Así que por cada ochenta y cinco por ciento que hacen lo que les mandan, hay un quince o quizá menos, que se lo cuestionan.
Ese mínimo porcentaje que piensa y pregunta pone su granito de arena para que no sigamos siendo los neandertales de antaño y vayamos evolucionando, una “miajita”
Ya sé que no es agradable que después de hacer una cola desde las seis de la mañana por amor fraternal le llamen a uno zopenco.
Pero es así, oiga.
Y ahora que lo sé todo, ahora que sé que primero es el huevo y luego la gallina, voy a apuntarme a un curso de marketing para ver qué puedo crear para conseguir una cola en condiciones.

martes, 13 de diciembre de 2011

PALMERAS DE CHOCOLATE






Era gorda, eso es verdad. Mi madre me metía una manzana en la cartera del colegio para desayunar porque decía que engordaba menos, pero yo les quitaba el desayuno a mis amigas a base de poquitos a poquitos. Y claro, no adelgazaba a pesar de la manzana asquerosa del desayuno. Pero todo aquello se acabó el día que decidí dejar de comer. Y no fue porque siempre me sacaran en las funciones del colegio de rico Epulón, el gordo ese que le echaba miguitas al pobre Lázaro. Qué va. Fue por lo de las “patorras”. Ocurrió una tarde que salíamos Magdalena y yo del colegio comiéndonos unas palmeras de chocolate y muertas de risa. Magdalena me decía que reír engorda y que ella creía que nosotras estábamos tan gordas porque nos pasábamos la vida riéndonos. Magdalena es que se reía de todo, luego cruzaba las piernas para no hacerse pis, pero se hacía. A mí me volvía loca ver como se iba al baño muerta de risa, con las piernas cruzadas, y la esperaba a la salida poniéndole alguna cara o recordándole algo que nos diera mucha risa, y ella que acababa de salir, tenía que volver a entrar. No tenía fin.
Pero el día de las palmeras se estropeó todo. Pasaron dos chicos por nuestro lado, y uno, el más orejudo, nos dijo:
-¡Menudas “patorras” tenéis, nenas!
Yo me encaré con él y le dije que si se había mirado en el espejo con esas orejas de elefante trasnochado, y no sé cuantas cosas más. A Magdalena le dio por reírse de las cosas que le dije al orejudo. Pero yo no pude dormir esa noche. Hasta aquel momento yo había vivido sin percatarme de mis piernas y de sus dimensiones. Pero aquel día las sentí como una losa. El orejudo había tenido razón, mis piernas eran horribles. Cada vez me las veía más grandes y más voluminosas. Y empecé a pensar que todo el mundo se habría dado cuenta. Cuando estaba en casa me las tapaba con una manta, y en el colegio me las tapaba con la cartera. Tenía miedo de que todos se percataran de que, por fin yo también lo sabía, y de que no me las miraran para no ofenderme. El caso es que lo de las “patorras” cambió mi vida. Ya no comí más palmeras, ni siquiera probaba los desayunos de mis amigas. Todo, absolutamente todo, me parecía que iba a agrandar mis “patorras”. Estaba tan obsesionada que no dejaba de buscar sistemas para adelgazar. Un día leí en una revista que había un método infalible, se llamaba “El método Sumberlim” Me gasté todo el dinero del aguinaldo y lo pedí por correo. Por fin llegó un sobre con una carpeta amarilla. El método Sumberlin consistía en convencerte de que estabas delgada a base de control mental. Llevaba un disco incorporado y una voz monótona te hablaba susurrante: “Túmbese y relaje sus piernas.” Y así, hasta que relajabas todo el cuerpo. Luego te obligaba a repetirte una y otra vez que estabas delgada, más y más delgada, y que odiabas los helados, y los dulces, y los chorizos. Que lo que de verdad te gustaba eran las judías verdes hervidas, sin aceite ni nada, a pelo. Infinidad de judías verdes, decía la voz monótona. “Coma cantidades ingentes”. Luego sonaba una musiquilla y a continuación te decía que te imaginaras en la cubierta de un barco, alta y delgada, con un vestido negro de fiesta y acompañada de un caballero con esmoquin blanco. Luego sonaba otra vez la musiquilla. Y así, hasta que te dormías.
Pasé la peor noche de mi vida ¡qué obsesión! Soñé que el caballero del esmoquin blanco me perseguía por la cubierta del barco con un plato de judías verdes sin aceite. Hasta que desesperada me arrojaba por la borda, y un tiburón se comía mis “patorras”. Me desperté temblando y empecé a tener un pánico terrible a la noche que siempre me traía el mismo sueño. Fue a partir de ese momento cuando dejé de comer.
El método Sumberlin no lo volví a utilizar jamás, pero cuando veo un dulce se me hiela la sangre. Fue a partir de entonces cuando empecé a adelgazar y a no apetecerme nada de nada. Fue una pena porque cuando comía con ilusión me lo pasaba mejor. A partir de entonces es que ya todo me daba asco. Era un buen método, en serio, porque conseguí que ya nadie más me volviera a llamar “patorras”, ni nada por el estilo. Aunque también es cierto que nunca más me volví a reír tan a gusto como cuando comía palmeras de chocolate.