viernes, 25 de enero de 2013

NEANDERTALES EXTINTOS




 imagen: Valentí Ponsa


Estoy ilusionada. Cuando ya había perdido la esperanza en la raza humana, va un experto biólogo de la universidad de Harvard y decide traer a nuestra era a otra raza, los Neandertales. Dice que ya está bien, que a lo mejor la cosa cambia y nos volvemos mas civilizados. Dice también que el cerebro de los susodichos era mucho más grande y eso supone también  más listos que los sapiens.
Yo, la verdad, no tengo la más mínima duda de que sea así. 
Alguien podría decirme que es la capacidad para la supervivencia lo que marca la evolución de la especie. Vale, no lo niego, pero... ¿Quién se salvaría en la antigüedad de los depredadores? ¿El buen mono que ayudaba a su espacie, o el c… que salía corriendo,  se subía al primer árbol que encontraba, y dejaba a los demás empantanados?  No nos engañemos, en el paleolítico existían Albertos, Roldanes, De las Rosas y Bárcenas camuflados tras los arbustos. Sobrevivieron porque su ADN era resistente a la moral y a la conciencia. Esparcieron su genoma por el universo, y hoy se ríen a carcajadas de nosotros. Y como hay muchos descendientes de ellos, los cobijan, los indultan, pierden sus expedientes o  consiguen que caduquen.
Los  homo sapiens, con su cerebro más pequeño y por tanto más desarrollada su capacidad para escaquearse y conseguir lo que su falta de inteligencia les negaba, aprendieron  a sobrevivir en la jungla.
Así que, una vez aceptado que los listillos, cobardes, delatores, chupópteros sin escrúpulos, y gente de mal vivir, fueron  los ancestros de los que ahora pululan por las alturas, y los responsables de que el resto estemos paralizados sin la valentía de los neandertales. 
 ¿Por qué no probar con los noblotes que iban con el honor y la decencia por delante, con esos a  los que se las dieron todas en el mismo lado? A lo mejor, los recién llegados desempolvándose la fosilización, nos rescatan de los ladrones sapiens que nos ha dejado la evolución de la especie y volvemos al paraíso.
 Aunque, bien pensado, si tienen palabra, son honrados, decentes y valientes, lo mismo acaban en una jaula del zoo para que los contemplen los niños de la generaciones venideras.
Va a ser mejor que no los despierten. Con lo a gusto que deben estar extintos ellos y descansando entre las capas tectónicas.

miércoles, 16 de enero de 2013

LA INVASIÓN DE LOS GPS








He leído que una mujer belga de 67 años fue atacada por un GPS que la obligó a conducir 1450 Km en contra de su voluntad ya que ella solo quería recorrer 32.  
Sofocada y como perdida  había declarado a la policía cuando la rescató del infernal dispositivo, que ella veía letreros en francés y alemán, que pasó por Colonia, por Fráncfort y otras ciudades europeas. “Yo apreté el acelerador y continué mi marcha” , les contó.
Toma, claro. Yo hago lo mismo, en cuanto veo un GPS acelero como en una película de  malos.
Nadie da crédito a su historia pero yo la creo, señor juez. Creo que el culpable ha sido el GPS, porque lo conozco, porque a mí  ya no me engaña. Ese elemento perverso, ese aparatito diabólico  ha sido creado para dominar a la espacie humana, para doblegarla a los intereses de seres sin escrúpulos venidos de otro planeta. Si no, a qué santo esa obsesión de que te arrojes por un acantilado “siga recto”, te dice con una voz de buscona que no se la salta un galgo.
  Oiga, que lo he oído yo con estas orejitas. Y además de pronto habla en alemán como si fuera la prima de riesgo en persona. Y si no haces lo que te dice se pone de los nervios, y te hace recalcular una y otra vez aunque tengas delante el mismísimo Cañón del Colorado. “He dicho que siga recto.” Porque yo se lo noto en la voz. Va perdiendo la paciencia progresivamente si no sigues sus instrucciones.
Soy testigo. Me obliga a cruzar campos de maíz, me impulsa a atropellar ancianitas indefensas,  a dar cincuenta vueltas a una rotonda para que pierda el equilibrio y la cabeza. Me insinúa con voz melosa que atraviese una carretera en obras o que pase por debajo las ruedas de un tractor, que ya verá usted lo pronto que llega a su destino.
Es que ya es hora de que alguien cuenta la verdad sobre los GPS, que los desenmascare.
Son asesinos en serie contratados para acabar con la raza humana para permitir una invasión masiva en cuanto nos tengan a todos agilipollados dando vueltas sin fin a una rotonda.
Ese es su plan, ese es nuestro destino,  y a mí que no me engañen.

sábado, 5 de enero de 2013

MI SOSIAS






Tengo un sosias, se llama Felisa, trabaja conmigo y vive en mi barrio. 
Un sosias es aquella persona que se te parece tanto que la gente confunde contigo. Desde hace un mes no hago más que horas y más horas, sin llegar a completar mi horario de trabajo. "No puede ser," le digo a la de personal. "Que yo he entrado antes, que algo pasa, que esto es una equivocación." Pero ella se encoge de hombros y me enseña el registro. Dice que la máquina no engaña, que la electrónica está muy avanzada, que los ordenadores son infalibles. “Será que te lo parece a ti, que cuando se trata de trabajar, todo se os hace muy largo,” me dice, y luego se suena. Es su forma de decir que ya no habla más y que está ocupada.
Hace días que me tengo que quedar a comer un sándwich de máquina para completar las horas que se escaquea mi sosias. Lo llevo fatal, la verdad, pero como no sé de qué forma desenmascararla,  he decidido investigar por mi cuenta.
Lo de que vive en mi barrio, lo descubrí el sábado cuando fui a la peluquería y me tiñeron de rojo. Pero oiga, que ese no es mi color. Pues qué quiere que yo le diga. Mire su ficha. Y es que no solo se llama como yo, sino que se hace mechas rojo bermellón, la muy buscona. Conduce fatal. Ya he recibido dos  multas de trafico por exceso de velocidad en la carretera de la Coruña, a las once de la noche, a las tres de la madrugada. Y es que ahora tráfico ha puesto un radar que detecta la media aritmética de velocidad calculando los kilómetros transcurridos desde que entras hasta que sales del túnel. Me lo ha explicado un hombre que parece constipado. “Que no es mi coche, que yo a esas horas duermo,” le explico. “¿Lo puede probar?,” me pregunta. "Pues…, verá, es que yo cuando duermo carezco de testigos." "Explíqueme entonces cómo lo va a demostrar." “Es por lo del sosias, sabe usted,” le cuento. Pero lo noto escéptico, como irónico. “Voy a reclamar, le grito fuera de mí.” “Reclame,” me dice con retintín. “Que aquí en cuanto uno se descuida, ya ni conduce su coche, ni se responsabiliza de sus fechorías.” Luego me cuelga
Estoy muy afectada, me persiguen del banco porque dicen que no hago más que transferencias y que debo un sin fin de comisiones, la SGAE, porque no apago la radio ni de noche, los de Hacienda porque no he declarado una supuesta vivienda en Torrelodones. Y lo que es peor, el lunes me llamó un hombre con voz sugerente para decirme que no le importaba mi edad, que lo único que buscaba era una mujer hacendosa y de su casa. “Y a mí qué narices me importa lo que usted ande buscando,” le grité. Y es que mi sosias se ha dado de alta en Meeting y busca pareja. Ayer descubrí el anuncio, ponía mi nombre y mi dirección de correo electrónico. Dice que bailo tangos, que canto boleros, que soy pelirroja y de buen conformar, que adoro la fauna y la flora. Dice que me gustan las novelas venezolanas y los hombres con bigote. Que me encanta la plancha y la cocina.  Y el que busca mujer hacendosa, no para de llamarme desde que le colgué. Está encelado. Que yo te amo, me dice en susurros. Que por qué no quedamos, mujer, que mira que eres arisca.
Hoy se lo he contado a mi hermana y dice que lo que pasa es que me gusta engañarme, que bailo tangos y canto boleros, que conduzco de pena y que siempre llego tarde al trabajo. Que soy sonámbula desde que era pequeña. Y que siempre quise escapar de mi misma. Me ha dejado muy preocupada. 
Está sonando  el teléfono, es el hombre que busca mujer hacendosa. ¿Lo cojo?, le pregunto a mi hermana. Qué sí, mujer, que es lo que siempre estuviste buscando. Acuérdate cuando planchabas en la casa de Torrelodones y me contabas ese deseo irrefrenable que sientes por los hombres con bigote.
Me tumbo  en el sofá,  expulso el humo muy, muy lejos, y  cojo el teléfono.
¿Qué otra cosa puedo hacer?








martes, 1 de enero de 2013

LA LARGA CENA DE NAVIDAD



                        


Estas Navidades he ido a ver una obra que me ha gustado mucho aunque ha aumentado mis nostalgias.
Su autor, Thornton Wilderg fue profesor, escritor y guionista. Ganó el premio Pulitzer en 1928, 1938 y 1943, con “El puente de San Luis Rey”, “Nuestra ciudad” y “La piel de nuestros dientes” respectivamente. Uno  de sus relatos que más éxito le reportó fue “La casamentera” que, adaptada, dio origen a “Hello Dolly”.
“La larga cena de Navidad” forma parte de una colección de pequeñas obras teatrales.

Dice mucho porque en vez de diálogos lo que parece haber son estribillos, repeticiones intercaladas que dan estructura a la vida de los personajes, como ocurre con la vida de cualquiera, con la nuestra. Se nos repiten los acontecimientos como si estuviésemos atados a una cuerda invisible, como si nunca acabara de redondearse la escena y hubiera que repetirla una y mil veces.
Es en Navidad cuando se sacan de los armarios la vajilla de la abuela, la cristalería cada vez con más faltas, los cubiertos de alpaca o de plata, o simplemente los de siempre, los de esa noche. Se trasmiten de generación en generación tan solo para ser usados ese día, para perpetuar ese presente que un día nos hizo felices. Tanto la mantelería, como  el pavo, como los padres, y los hijos, y como algún primo o pariente, parecen haber sido sacado de armarios antiguos, acicalados con un plumero para la ocasión. Y la moviola representa la salida de tono del tío tal o la prima cual. Los ausentes son cada vez más numerosos, así como para enfrentar a las nuevas generaciones, los celos, las envidias, las herencias y las profesiones tan diferentes a las que quisieran los padres.
La alusión a la nieve o al tiempo, el recuerdo de aquel suceso.
Pero lo peor de esa noche es que alguna silla se va quedando vacía para ser ocupada por otro miembro.
Una cena que dura noventa años.  No importa los que se vayan ni los que llegan porque siempre se dice lo mismo, y sucede lo mismo, y duele lo mismo.
Unos entran y otros salen mientras los que permanecen sentados van envejeciendo en el escenario, disimuladamente, sin alharacas, casi sin darse cuenta. Se colocan las gafas con disimulo, pasan sus manos impregnadas de polvos de talco por su cabello  y lo van haciendo blanquecino. Sus movimientos se vuelven torpes y por último se marchan. Y es al marchar cuando las luces del escenario se atenúan y una música suave y triste despide a los que se ausentan. Los demás continúan comiendo el pavo, asombrándose de la nieve, relatando las anécdotas de siempre, las afrentas, los abrazos, los brindis, mientras las sillas continúan vaciándose y ocupándose.
Salí del teatro con tristeza, con la sensación de haber vivido esa misma Navidad año tras año. Repetitiva, enganchada al hilo invisible que nos empuja a repetirnos,  a decir lo mismo, a hacer lo mismo, a llorar lo mismo, con la única diferencia de las gafas, el blanquecino pelo, y las sillas que van quedando vacías