sábado, 27 de mayo de 2017

LA FUERZA DE LA DETERMINACIÓN

                                   



El viernes pite al coche que tenía delante, ya que no avanzaba a pesar de haberse puesto el semáforo en verde. Fue un pitidito discreto “un que ya puede...” De pronto el energúmeno se ofendió de tal forma que comenzó a perseguirme, a frenar, a cruzarse en mi camino. Todos los coches le pitaban, pero el susceptible conductor iba a muerte contra mí. Al conseguir adelantar, vi de reojo que era un tío de negro acompañado de otro de blanco. Me metí en el estacionamiento de mi casa y no me atreví a salir por si el de blanco o el de negro me atacaban. Por fin, al no ver  a nadie, salí del coche y me metí en la portería. Había llamado al ascensor, cuando observé tras los cristales que ambos intentaban entrar. No tengo ni idea de cómo lo consiguieron, pero lo cierto es que no estaba dispuesta a encerrarme con semejante compañía en un recinto tan reducido. Mi vecina, una mujer con muletas debido a una esclerosis múltiple, me llamaba desde un banco de la entrada. Me senté junto a ella, no es que quisiera implicarla, pero no quería entrar en el ascensor y era una buena forma de disimular. Trataba de pedir auxilio en plan subrepticio. El de negro andaba tambaleante y el de blanco trataba de llevárselo agarrado a su cuello. Él de negro me miró sabuesamente y se dirigió hacia la puerta del jardín. Desde allí continuaba vigilándome. “Vámonos, anda” le decía el de blanco, mientras aquel daba traspiés con su actitud chulesca, y hablaba con dificultad beoda. Hacía como si quisiera abrir la puerta con una llave.
“¿Qué les pasa a esos?, si esa puerta no necesita llave”, me preguntó la vecina completamente ajena a la situación. Yo le hacía gestos para avisarla del peligro que corríamos, mientras el de blanco empujaba al de negro que la había tomado conmigo. “¿Qué mira?”, me preguntó de pronto. “Estamos en el edificio haciendo una obra, ¿pasa algo?.” A mí se me aflojaron las piernas, mientras la vecina, se afanaba en explicarles que esa puerta no necesitaba llave. Le dije en voz baja que me perseguían a mí, pero ella no me oía bien y no hacía más que preguntarme qué le estaba diciendo a voz en grito. El de negro se encaró conmigo, y en un momento dado vi crecer a la vecina. “¿Qué pasa aquí?”, gritó con una muleta en alto. Le amenazó y me ofreció la otra para que pudiera defenderme. Absolutamente sorprendidos por la fuerza de su determinación se dirigieron a la puerta no sin dejar de proferir amenazas. Ella, blandiendo sus muletas como si fuese el guerrero del antifaz, intentaba incorporarse para amedrentarles. Mientras la que se quedó sin fuerza en todo el cuerpo fui yo. Logró levantarse, dar unos pasos dificultosos hacia los intrusos, y conseguir que salieran corriendo como si de cucarachas se tratara.
Una vez  a solas, me contó, como si no hubiese pasado nada, que esperaba a su hija para que la llevara a valorar su grado de minusvalía, que lo necesitaba para la declaración de la renta y la pensión, pero que se la negaban año tras otro. Me alegré de que los de la inspección no la hubiesen visto vejando a bravucones borrachos.

Todavía no he logrado entender la fuerza que es capaz de sacar el ser humano cuando se sabe indefenso, y el poder de la determinación.

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