sábado, 6 de enero de 2018

LOS JUGUETES








Una de las actividades que más me atraen en Navidad es acudir a un centro comercial para descubrir los últimos inventos en juguetería. Fue mi madre la que me inculcó esa costumbre en fechas navideñas. Nos gustaba acercarnos a las jugueterías para preguntar por el último grito de la temporada. Recuerdo a un oso que hablaba. Apretabas su barriga, y el tío te contaba; lugar de nacimiento, quienes eran sus padres, su primera pierna rota y su último partido de beisbol. Era del estado de Illinois y arrastraba ciertas cargas emocionales que arrancaba lagrimas al más forjado. Resultaba un poco cansino, pero muy entrañable. Le pedimos al vendedor que nos librara del parloteo del oso, y este nos preguntó si queríamos escuchar a los ornitorrincos. Si son más concretos, sí. dijo mi madre. El vendedor enchufó a unas aves que emitía sonidos guturales y gritos espeluznantes. No entiendo, dije. Claro, señora, es que les están hablando en el idioma de los ornitorrincos. Jugábamos todos a la fantasía. Conocíamos las reglas y las acatábamos. Para no dar más conversación a los especímenes que poblaban la tienda, nos dirigimos a una pequeña casa encantada. Al abrir la puerta se escuchaban alaridos lastimeros de fantasmas y aleteo de murciélagos que parecían vivir en un periodo de apareamiento intensivo. Nos dirigíamos después a ver el espectáculo de Cortylandia, con los muñecos en movimiento y los saludos mecánicos. Y así, ya cargadas de Navidad,  regresábamos a casa.
Han pasado muchos años de aquello. Mi madre ya no está con nosotros, ni tengo hijos pequeños para enseñarles murciélagos enamorados. Mis nietos solo quieren juegos de ordenador o de la Play. Si intentara abrir la puerta del porche de una casa encantada, desaparecerían inmediatamente porque no tienen la paciencia de escuchar el chirrido de una puerta al abrirse lentamente. Sus deseos son inmediatos y fugaces. Todo es diferente, y lo es porque los niños se comunican menos, juegan menos, y se esfuerzan menos.  A los mayores nos está pasando algo parecido, ya no hablamos ni con osos ni con amigos más que por WhatsApp, y da lo mismo lo que sientas porque lo vas a solventar con un emoticón más o menos acertado. Mi teléfono fijo no suena jamás. Ni siquiera lo hizo el día de fin de año. Me llegaron mensajes, muchos, y la mayoría repetidos, graciosos al principio, cansinos después de tanto insistir.
La verdad es que ahora los amigos te quieren más, muchísimo, una barbaridad, o por lo menos eso te cuentan, aunque no sepas quienes son. Sin ir más lejos, la compañera de Acuagym me mandó un mensaje diciéndome que soy su amiga del alma y que me quiere lo que no está escrito. Yo, la verdad, no recuerdo haber hablado con ella más que dos brazadas seguidas y porque se metía en mi calle.  Pero le envié un emoticón de esos que mandan besos con la boca colorada de tanto querer. Como no se los tengo que dar “in situ”, me da igual. Tengo muchos más amigos que antes, dónde se va a comparar. Sobre todo en facebook. Ellos saben en todo momento dónde me encuentro, qué me gusta, la canción que me pone triste y lo lustrosa que se mantiene mi tía Macarena con 91 años. Pero  yo prefería aquellos cuatro amigos que me llamaban para salir, charlar y reírnos de verdad, sin emoticones, a mandíbula batiente. Y también prefería a aquellos malditos osos que hablaban del estado de Illinois y de sus problemas. Y a los ornitorrincos, a los que no había quién les entendiera porque tenían un idioma propio y autóctono  que trataban de trasmitirte.
Ayer me topé en la juguetería con un mago que quería venderme un juego de magia. Me hizo ilusión porque me acordé de mi infancia y la famosa “Magia Borras”, de la paciencia que exigía para poder conseguir algún truco, de cómo te debías esforzar practicando para lograr esconder una moneda en la manga. El vendedor me explicó que no, que eso ya no se llevaba, que menudo esfuerzo inútil,  que ahora no hacia falta ensayar. Metió un cartoncito cuyo dibujo era una mujer, lo partió en dos y apareció la mujer mutilada,  lo volvió a unir y salió indemne. Me preguntó si quería conocer el truco, pero no quise. No quiero conocer trucos de magia para hacer amigos que te quieran en un abrir y cerrar de ojos, ni conocer ornitorrincos que hablan otro idioma sin esforzarme para comprenderlos, ni felicitaciones envasadas, ni amistados de cartón piedra. No quiero microscopios para contemplar arañas de plástico, ni mujeres que se parten en dos y se recomponen sin ningún esfuerzo
Quiero ver arañas de verdad, quiero amigos a los que tardas en conocer tanto que cuando te vienes a dar cuenta se te han metido en el corazón para siempre. Quiero pasarme las horas escuchando historias de gente, aunque sean del estado de Illinois. Quiero ensayar muchas horas para lograr sacar una moneda de mi manga  sin que los demás lo noten. Quiero tiempo para que lo mío, por lo menos lo mío, no sea obsolescente. 





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